Hay juegos que no buscan divertirte, ni hacerte sentir poderoso, ni premiarte por avanzar. Te hacen tropezar. Te sacan el control. Te enfrentan con tu incomodidad. En el mundo indie, estas experiencias están creciendo, y muchas veces son celebradas como expresiones artísticas. Pero también plantean una pregunta incómoda: ¿cuándo la provocación deja de ser un recurso válido y se convierte en una barrera innecesaria?
Títulos como Milk Inside a Bag of Milk, The Static Speaks My Name, Cruelty Squad o incluso Don’t Take It Personally, Babe no siguen ninguna convención. Se niegan a ser cómodos. No explican nada, rompen la interfaz, te niegan respuestas o simplemente te confrontan con emociones desagradables. Y lo hacen a propósito. Hay una intención de romper el pacto clásico entre jugador y juego: acá no viniste a ganar, viniste a sentir algo raro.
Hay una línea fina entre hacer algo incómodo para transmitir una idea poderosa… y hacerlo simplemente porque es “cool” no gustar. Algunos títulos caen en una estética de rechazo constante, donde el jugador es visto casi como un intruso. La experiencia se vuelve tan críptica o frustrante que deja de comunicar. Y en ese punto, muchos se preguntan: ¿esto tiene un mensaje real o solo busca validación en círculos que confunden dificultad con profundidad?
Lo más interesante de esta tendencia es que pone sobre la mesa una discusión más grande: ¿para qué jugamos? Si la respuesta es “para sentir algo”, entonces los juegos incómodos cumplen su propósito. No son para todos, ni pretenden serlo. Pero si lo único que provocan es desconexión, el riesgo de alienar a quienes los juegan es alto. Lo provocador también necesita dirección.
Los juegos que no quieren gustarte son necesarios, pero no infalibles. Nos empujan a ver el medio con otros ojos, a dejar de buscar solo gratificación. Pero también deben ser honestos: si incomodas solo para parecer profundo, tal vez no haya tanto que decir. El arte también puede frustrar, pero no debería vaciarse en el proceso.