Durante los últimos años, una nueva corriente se volvió imposible de ignorar: los juegos feel good, o también llamados cozy games. Títulos que priorizan la tranquilidad, la rutina simple y la belleza cotidiana por sobre la acción, el conflicto o el estrés. Pero este fenómeno no surge en el vacío. ¿Estamos frente a una moda pasajera o a una verdadera transformación en cómo entendemos el acto de jugar?
El encierro, la incertidumbre global y el miedo constante hicieron que millones buscaran refugio en experiencias suaves y reconfortantes. Juegos como Stardew Valley, Unpacking, A Short Hike o Spiritfarer ofrecieron precisamente eso: un espacio seguro donde el mundo sí tenía sentido. No se trataba de evadir por evadir, sino de encontrar una forma de reconectar con algo esencial: la calma.
Lo interesante de los juegos feel good no es su falta de dificultad, sino su enfoque. En lugar de premiar la destreza o la conquista, invitan a disfrutar el proceso. Cocinar, cuidar un jardín, caminar sin rumbo, ordenar una casa o conversar con fantasmas… todo tiene un ritmo lento, pero con un impacto emocional profundo. ¿Y si el acto de jugar también puede ser un acto de autocuidado?
Lo que empezó como un rincón tibio del mundo indie, hoy es un género buscado por estudios y editoras. Plataformas como Wholesome Games o eventos como Day of the Devs lo pusieron en primer plano. Cada vez más desarrolladores se animan a crear juegos sin combates, sin enemigos, sin adrenalina. Pero esto también abre preguntas: ¿se volverá fórmula? ¿Se puede seguir innovando dentro de este estilo?
El boom de los juegos feel good no es una casualidad, es un síntoma. Un reflejo de una generación que está harta del ruido, de la violencia y de la presión constante por rendir. Jugar para estar bien, jugar para sanar. Quizás no todos los juegos deban ser así, pero su existencia nos recuerda que el videojuego, como medio, también puede ser un abrazo.